domingo, 20 de septiembre de 2009

EL AMOR

Había una vez un obispo medio excéntrico a quien le gustaba recorrer su diócesis disfrazado, para ver cómo se estaban portando los clérigos. Un día llegó a cierta iglesia, vestido como un vagabundo, y llamó a la puerta de la rectoría. Salió a abrir la esposa del vicario, mujer que no perdía ocasión de hacer obra “evangelística”. Antes de darle cualquier limosna al vagabundo, le preguntó si sabía cuántos eran los mandamientos. “Son once”, dijo el obispo. “Te equivocas, son diez” dijo la mujer con altanería. Al día siguiente, domingo, el obispo predicó en esa iglesia. Mirando directamente a los ojos de la mujer del vicario, anunció el texto sobre el cual iba a predicar: “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros”.

Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe.
Y si tuviera el don de profecía, y entendiera todos los misterios y todo conocimiento, y si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy.
Y si diera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me aprovecha.
El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante;
no se porta indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido;
no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad;
todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor nunca deja de ser; pero si hay dones de profecía, se acabarán; si hay lenguas, cesarán; si hay conocimiento, se acabará.
Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos;
pero cuando venga lo perfecto, lo incompleto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño.
Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara;
ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido.
Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres;
pero el mayor de ellos es el amor.
I Corintios 13.

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley.
Gálatas 5: 22-23.

A menudo oímos leer este texto, pronunciando la palabra “fruto” en plural, como si las cosas que siguen fueran manzanas, peras, duraznos, uvas, todas juntas creciendo del mismo árbol. Esta interpretación oscurece el significado del texto. Un manzano puede dar toda clase de frutos que varíen de color, forma y tamaño, pero todos ellos, serán de la misma clase fundamental, y por eso las llamamos manzanas. El fruto del Espíritu es amor. Pero amor, igual que muchas otras palabras, es mal comprendido generalmente, y es usada en el sentido de un mero sentimentalismo que empequeñece su significado. Amor es una palabra fuerte. Tiene una gran riqueza de significado comprehensivo. El apóstol se esfuerza en explicar todo su significado, y después de decir que el fruto del Espíritu es amor, da una serie de palabras que amplían su significado. Es como si dijera: “El fruto del Espíritu es amor, pero el amor es... Y entonces agrega ocho definiciones del término, dos de las cuales son palabras referentes a sentimientos y seis son referentes a acción. Esta propor­ción matemática es necesaria porque, por lo general, hay una tendencia a degenerar el amor en un simple sentimiento. Hay una gran diferencia entre el amor que dice sentir una pareja de adolescentes, y el amor que demuestra tener una pareja de mediana edad, uno de los cuales ha quedado permanentemente inválido y al cuidado continuo del otro. En este segundo caso, el sentimiento se ha convertido en acción.
Los seis términos que Pablo usa para definir el amor como acción, están agrupados en tres pares que cubren todas las posibles relaciones en las cuales puede expresarse el amor como fruto del Espíritu. Esto quiere decir que no hay una sola relación humana que no sea afectada por la presencia del Espíritu en el corazón. Nosotros podemos tener sólo tres tipos de relaciones: con Dios primeramente, con nuestros prójimos en segundo lugar y finalmente con nosotros mismos.
Paciencia y benignidad describen la acción del amor en relación con otros. La paciencia es la virtud que necesitamos cuando estamos abajo, cuando somos dominados por alguien y no podemos defendernos a nosotros mismos. En este caso, el amor es una manifestación pasiva, y le llamamos paciencia. Pero la paciencia necesita bondad. Algunas personas sufren con paciencia, porque no pueden hacer otra cosa. Pero carecen de bondad. Gentileza es la palabra que debemos aplicar cuando estemos por encima de todos y disfrutemos de autoridad. Entonces la manifes­tación palpable de nuestro amor será la gentileza.
Nuestra relación con Dios, cuando estamos bajo el control del Espíritu Santo, debe manifestarse en la forma de bondad y fe. No podemos hablar de nuestra relación con Dios sin ser teológicos. La fe y la bondad se enseñan a menudo, teológicamente, por separado. Pero deben formar una síntesis viviente, tal como Pablo hace aquí. Es propio decir que la salvación es por la fe. También es propio decir que la salvación es por la bondad. Cuando alguien dice que la salvación es un don independiente de nuestras obras, dice una gran verdad. Sin embargo, la verdad total del evangelio exige que la salvación produzca bondad. Cualquier cosa que quisiéramos significar al hablar de salvación por la fe, tiene que ser una salvación que no condena el pecado ni deja ningún lugar para el mal. La justicia no sólo debe ser imputada—tal como decían los antiguos teólogos, sino también impartida.
Uno de los hechos singulares de la naturaleza humana es que podamos tener relaciones con nosotros mismos. Es decir, que podamos hablarnos a nosotros mismos, refrenarnos y examinarnos a nosotros mismos, y manejarnos a nosotros mismos. Sin duda alguna, nuestro mayor problema en nuestra vida lo constituimos nosotros mismos. Pero sin embargo, cuando poseemos la plenitud del Espíritu, El pone el fruto del amor en esas relaciones y el amor se manifiesta en dos direcciones: mansedumbre y templanza (o sea el dominio propio). Aquí hay otra paradoja viviente, otra tensión entre dos polos, que se mantiene en la síntesis del, amor. Cualquiera de esos dos polos, tomado aparte, se vuelve muy peligroso.
La esencia de la santificación es una completa y total entrega. Pero esto es más que un simple y aislado acto. Iniciada la santificación como un acto, debe ser mante­nida como una condición. Y un estado constante de sometimiento es definido aquí para nosotros como mansedumbre. Hay un peligro aquí, no obstante, si suponemos que nuestra santificación consiste en la condición en que meramente cedemos, y somos pasivos, débiles e irresponsables. La mansedumbre y el sometimiento continuo deben ser acompañados por un concepto nuevo y mayor. Dios acepta nuestra entrega total solamente para regresarnos nuestras vidas en forma de un depósito del que somos mayordomos.
La prueba de que Dios nos acepte es un paso gigantesco de fe de parte de Dios. El nos devuelve todo lo que damos, pidiendo de nosotros sólo que seamos fieles mayordomos. Cada parte de nuestra naturaleza puede ser usada como un instrumento de rebeldía. Cualquier elemento puede convertirse en un arma para combatir a Dios. Y como hemos visto, la línea entre la mayordomía que honra a Dios, y la mayordomía para la gloria del yo se cruza tan fácil e involuntariamente que sólo la voz del Espíritu Santo puede guardarnos de las tretas del diablo aquí descritas. Pero Dios corre el riesgo. Nuestra lealtad toca y satisface un deseo muy profundo de Dios, y El la recompensa con el inmenso honor de nombrarnos sus mayordomos. Por lo tanto, Dios no nos priva de nuestro ser, sino que, conforme lo rendimos a El constantemente, El constantemente lo pone en nuestras manos, en mayordomía eterna. No nos corta la lengua, pero espera que la gobernemos para su gloria. No nos quita la sensibilidad, o el apetito, o nuestros instintos o capacidades, pero El ha determinado un día en que nos pedirá que rindamos cuentas de cómo hemos usado todo ello. Dado que la esencia de nuestra entrega a Dios es la entrega de nuestro yo, entonces la mayordomía del yo viene a ser el auto-control. Y eso es el polo opuesto a la mansedumbre, en la tensión de amor que existe dentro del yo.
Mucho se ha dicho acerca de la disciplina del yo entregado a Dios. Algo más necesita ser dicho, sin embargo, acerca del amor como emoción, en cuanto a conservarlo en correcta relación a la acción. La emoción es parte esencial de la vida y no debe divorciarse de la experiencia cristiana. Podemos asegurar que el cristianismo sin la emoción no es un cristianismo viviente. Por supuesto, el ejercicio de las emociones requiere disciplina.
El Espíritu de Santidad por Everett Lewis Cattell, material usado con permiso del Seminario Reina Valera. Texas.
Con mi mejor deseo para todos, que Papito Dios nos continúe bendiciendo y nos permita conocerle mejor y disfrutar de su amor para poder darlo a los demás, recordemos que solo el Espíritu de Dios nos llevará al pleno conocimiento de la verdad.

No hay comentarios:

El Portal de Blogs Cristianos Directorio Cristiano - Agregue su Blog